Un tipo con un micrófono berreando cada noche a las puertas de la cárcel, un actor de medio pelo tuiteando insultos para mendigar apariciones en TV3, una periodista con ínfulas de escritora convertida en líder intelectual, una monja argentina conocida como sor Citroën del lacismo, Cotarelo y Talegón contra el gang del chicharrón…
Con tales mimbres era imposible conseguir no ya la independencia, sino ni siquiera una comunidad de vecinos apañadita. Este es un retrato del circo del esperpento que nos ha dejado una década de procés. Y, por si fuera poco, en vísperas de una pandemia mundial. Un retrato hilarante que disecciona uno a uno a los protagonistas políticos de la Cataluña post-procés.
Mi padre, 85 años y poco hablador, llevaba días viendo en los noticiarios de la televisión catalana las imágenes del fugado Puigdemont en Waterloo, con su chalé, sus comilonas y sus periódicas solicitudes a los catalanes para que engordaran la caja de resistencia que le permitía mantener su tren de vida. En esas, el viejo soltó su sentencia. Los abuelos son muy de sentencias, concisas como disparos de Star, que una vez pronunciadas permanecen resonando en la cabeza. Me pareció incluso que en el comedor quedó cierto olor a pólvora:
—Aquest és un vivales.
Bang.
Me gustó escuchar de nuevo una palabra en desuso que tenía olvidada en la memoria, me gustó recuperarla, me gustó buscarla en el diccionario y hallar una definición, «persona vividora y desaprensiva», a la que no le faltaba más que la foto de Puigdemont comiendo mejillones en Bélgica a cuenta de los seguidores de su fe y saludando a la cámara —quizás con un lamparón en la camisa—para alcanzar la perfección.